martes, 17 de febrero de 2009

Narraciones reteordinarias: El perro blanco

Algo está pasando en el mundito este y no sé qué es. El sacatrapos tiene algo malo. Los comentadores se quejan de que no están posteando temas interesantes, han dejado pasar muchas noticias y no sé sabe qué onda con el Master Magú. Por otro lado, Tecnoculto tiene muchas dificultades técnicas, a pesar de las mejoras que se le han incluído, algo anda mal con esa movida.
En mi ciudad natal, alguien se encontró con quien no debía y através de él se enfrentó a quien no debía, causándome pesar, asco y rabia contra esa persona y un puto coraje contra mí de tamaño indecible.

Sòlo por eso, de puro piche coraje voy a ir a buscar a quién le rompo su madre, mientras tanto los dejo con la última narración reteordinaria, decidí no escribir la que yo pensaba que sería la última, por diversos motivos que no importan ya. Estar encojonado hasta la puta madre es una y la más tardía de ellas. Miento al decir que no importan, porque sí importan y mucho. En fin, está es la última narración reteordinaria. Sigue la raíz del diablo, el meme fotográfico que le prometí a Silvia Black y luego una entrada sobre el ántrax.

Va el cuento



El perro blanco

Definitivamente siempre he tenido un carácter de la chingada. Bueno, no un carácter, sino un temperamento. El carácter se construye y el temperamento es innato. Y ese pinche temperamento innato ha influido con enorme peso en mi carácter. Jamás he sido dócil, ni tolerante, ni amable. Siempre he sido de lo más odioso, áspero e incluso me han tachado de cruel.

He sido inflexible y de ideas que no se revierten ni a chingadazos. Antes no bebía ni una gota de alcohol, ni del que se encuentra presente en los jarabes para la tos. Nada, cero. Por más que los compañeros de trabajo que no huían de mi presencia me invitaban a libar con ellos, siempre me negué y mi negativa fue tan imperiosa que las invitaciones cesaron abruptamente.

Nunca toleré a los animales, porque cuando era niño todos se morían, o enfermos o accidentados o devorados por otros animales, pero de una u otra manera era culpa mía: dejaba que se mojaran, los bañaba, los dejaba salir. Por eso siempre dije no a los animales, nunca acepté los que me ofrecieron.

Pero un día lo vi. En la otra acera estaba ese perro. Pequeño y tierno y completamente blanco. El perro me siguió hasta mi casa. No le hice caso en un principio, pero en cuanto abrí la puerta, el maldito animal trataba de entrar como si de su casa se tratara. Hice varios intentos hasta que le impedí exitosamente la entrada, o al menos eso creí. Por la noche escuché algo que parecía un llanto. Eran los aullidos del perro que se había quedado afuera esperando a que lo dejara entrar. Le aventé un zapato viejo, pero aunque dejó de aullar no se fue. A la mañana siguiente estaba esperando a que saliera y con gañidos y alegres movimientos de su cola intentó entregarme el zapato, mismo que ya había mordido y babeado. Con mucho esfuerzo me lo quité de encima y pude ir a trabajar.

Durante las siguientes noches, el escándalo de una gata en celo y su corte de pretendientes me despertaba a todas horas y cuando lograba mantener la calma y comenzaba a conciliar el sueño de nuevo, los ladridos del perro me despertaban.

Tras semanas de estar esperando para entrar a mi casa, el perro comenzó a ganarse mi confianza: cuidaba mi coche y no dejaba acercarse a los testigos de jebús o como se llamen, ni a los niños exploradores o a los vendedores de seguros ni a todas esas pequeñas molestias que llegan en el momento más inoportuno. Salvó a una transeúnte de un atropellamiento. El perro era un héroe en la cuadra. Comencé a alimentarlo y a jugar con él, pero no le permitía la entrada a la casa. Lo llamé Mercurio por su pequeño tamaño, no le puse Plutón porque ese nombre ya es de un perro famoso y además ya lo sacaron del sistema solar.

Pasaron algunos días y pronto me encariñé con Mercurio, un día decidí dejarlo entrar a casa y comprarle una correa para sacarlo a pasear, creí que eso le gustaría, pero justo cuando llegaba a casa fui testigo de su atropellamiento y muerte inmediata. No lo podía creer y no podía soportar la pena de haber perdido otro animal, el primero que había dejado entrar a mi vida a partir de mi etapa adulta. A partir de ese momento mi vida se hizo más triste y yo traté de ser más callado y menos áspero. Comencé a cambiar mi inflexibilidad, me dejé invitar a reuniones y salidas al cine o a comer. Ya no comía solo jamás. Comencé a beber.

Uno de esos días en los que salí a beber, noté que mi comportamiento se hizo más amable y accesible. Hasta le di cinco varos a un mendigo, cosa que juré que nunca haría.

A dos cuadras de mi casa vi a un perro blanco, me entristecí, mi alma se llenó de pesar al recordar a mi Mercurio. Este perro era casi su hermano gemelo, a excepción de que tenía una mancha negra. Traté de acercarme a él, pero me recibió con una mordida. Lo dejé en paz sin defenderme o tratar de azuzarlo siquiera. El animal me siguió a casa sin dejar de ladrar furiosamente. Subí a mi habitación y traté de dormir, pero la bestia seguía ladrándome. Yo solo lo miraba con compasión hasta que un vecino salió a perseguirlo.

Al final de cuentas, el perro se dejó adoptar con todo y que me mordió varias veces pese a que le ofrecía comida. Cada día quiero más a este perro. Me siento más fuerte ya que lo entreno a que corra, pero él se niega y se sienta, al jalarlo hago más ejercicio de lo que nunca pensé. También cuando lo baño, tengo que luchar con él y eso ha mejorado mucho mi condición.

Mis compañeros del trabajo me han dicho que castre a ese animal porque es muy agresivo, no tolera a los borrachos. Pero no pienso hacerlo. Lo quiero demasiado como para hacerle algo tan atroz. Por el contrario, el Señor Júpiter (así le puse, a pesar de que es pequeño tiene una personalidad grande y temperamento soberbio) él parece odiarme, no hay día que no me ponga a pensar si está rabioso. Me muerde cuantas veces quiere y no deja que me acerque a sus juguetes. No creo que César Millán lo pueda domar y no me interesa que lo haga, lo quiero tal como es. El amor que le profeso al Señor Júpiter es enorme y crece día a día y su odio crece de manera inversa y proporcional, cuanto mayores son los cuidados y las comodidades que le brindo, mayores son sus rabietas y sus agresiones.


Quiero a ese perro, porque me ha enseñado a tener un carácter más amable y apacible, ya bebo cada vez menos y con menor frecuencia y mis relaciones con la gente son mucho mejores.

6 comentarios:

lavega dijo...

Desenfunda? jajaja bueno nada para comentar que me interesa la entrada sobre el antrax...

JP dijo...

-- orale, muy bueno para este mes del amor y la amistad, dicen que las amistades no se escogen sino que te escogen (o es al reves?), pero uno como buen neurotico siempre termina donde uno no queria estar, jojojo, muy bueno, fijate, sigues escribiendo mucho pero relajando la prosa, haciendola mas ligera y leible, chido! gracias master sword!

El Signo de La Espada dijo...

lavega: a ver si mañana o pasado la tengo lista.

jota pe: te checaste que es la misma historia del gato negro de Poe, pero al revés??

Anónimo dijo...

.. jep.. por ahí dicen
qe 'lo qe te choca te checa' ..
le agregaría qe después.. terminas 'amando'
ii 'cediendo' ante
esa situación.! xD


.. espero andes mejor
ii iia no tan encabritado..

JP dijo...

-- espada, poe no es mi fuerte, me gusta mas lovecraft o isaac bashevis singer, Poe me encanta como personaje, sabias que era alcoholico y en una de sus pedas se murio como un perro en la calle? tal vez en uno de sus delirium tremens

El Signo de La Espada dijo...

jota pe: sí, por eso me volveré pedote para escribir igual que él, jajaja.

De hecho sí tenía entendido que falleció así, por un deliriun tremens, pero esa es la versión de sus detractores. Algunos creen que murió de cólera y otros de tuberculosis, la cual se agravó debido a su alcoholismo.

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