viernes, 12 de abril de 2013

Historias del folklore de mi pueblo: Más negro que la chingada.

Más negro que la chingada.


Con mucha dificultad desperté cuando el avión aterrizó. Aunque el viaje de la Ciudad de México a Tapachula dura un par de horas, sentí que había dormido más de seis. Fui el último en salir del avión, la sobrecargo, pese a que me dió las buenas noches con una sonrisa, reflejaba enfado en su mirada. Como consecuencia de mi tardanza, no alcancé paraguas de parte del personal del aeropuerto. El avión había aterrizado en medio de una fuerte tormenta. Me encongí de hombros y caminé hacia la banda de reclamo de equipaje.
Aunque el avión iba lleno y Tapachula es una ciudad pequeña, no vi a nadie conocido, así no me dio tanta vergüenza pasar empapado por mi equipaje y atravesar en tal guisa la sala de espera. Caminé tranquilamente hacia el estacionamiento. La lluvia amainaba conforme me acercaba a mi automóvil. La lluvia lo había limpiado parcialmente de las excretas de los zanates que viven en los árboles del estacionamiento. Una de esas oscuras aves graznó de pronto, miré hacia donde provenía el sonido. Me ayudó a espabilar. Un nuevo graznido me puso alerta. Este sonido era más bien un pitido, un grito cortado.
¡Piú! –el pitido cruzó de nuevo el aire nocturno. Me metí al auto y de nuevo graznó el ave–. ¡Piu! ¡Piu! ¡Zipiú!
Ese último graznido me incomodó un poco, toda mi vida había visto y escuchado a los zanates y jamás escuché que emitieran un “zipiú”. No le di importancia y me dediqué a limpiar mi parabrisas mientras los autos abandonaban el aeropuerto, de manera que fui el último en salir. No llevaba prisa, nadie me esperaba en casa, dado que mis padres estaban en Morelia.
Parecía que yo era el único en la carretera, iba tranquilo, pero de pronto me vi obligado a frenar bruscamente, pues una oscura figura había pasado frente a mis ojos. No supe si era un niño o un perro. Me orillé y me detuve, abrí mi puerta y saqué medio cuerpo del auto. No podía ver nada y no tenía una lámpara sorda a la mano. Inspeccioné mi auto, pero tampoco pude ver si tenía alguna señal de impacto. Me convencí de que no arrollé a alguien o algo, pues no escuché ningún golpe. Antes de volver a mi asiento escuché:
–¡Piu! ¡Zipiú! –el repentino graznido me espantó.
–Chinga a tu madre, pinche zanate –gruñí mientras me acomodaba el cinturón de seguridad.
Me olvidé del susto que me llevé en carretera y cuando llegué a casa, en lugar de bajar mi equipaje, me fui directo al baño a quitarme la ropa mojada, darme una ducha y acostarme sin más. Desperté de nuevo con mucha dificultad, entre sueños extraños en los que las paredes se cubrían de lianas, que pronto se ennegrecían. Me había dormido con las ventanas abiertas, aprovechando que la lluvia dejó una noche fresca. Al levantarme noté que había un zanate herido en mi cuarto, lo perseguí un par de minutos antes de poderlo capturar y, cuando lo hice, me dí cuenta que tenía una pata fracturada. Me hice de un par de abatelenguas de madera y cinta adhesiva y le dije al ave:
–Me vas a mentar la madre, pero es por tu bien. Al cabo, ayer se la menté a uno de tus congéneres, capaz que eras tú.
Obligué al ave a beber y le dejé algunos granos en un cuenco antes de proceder a entablillarle la pata. Le coloqué cuidadosamente un antiinflamatorio en gel y finalmente entablillé la pata. El zanate graznó intensamente por cerca de cinco minutos, hasta que se tranquilizó y aceptó que lo dejara en una caja junto al cuenco con granos. Al cabo de una hora, empezó a comer y lo dejé en una esquina de la sala. Me propuse dejarlo una hora o dos para no importunarlo más de lo necesario.
Me dirigí a mi automóvil para sacar de ahí la maleta que había dejado por la noche. Cuando volvía a la casa, miré de reojo la parte delantera del auto. Me detuve y me acerqué a ver algo que me llamó la atención. El cofre estaba manchado de negro, parecía lodo. Me quedé pensando un momento, tratando de recordar si ya estaba así cuando lo abordé en el estacionamiento del aeropuerto. No era fácil saberlo pues estaba cubierto de mierda de pájaro. Quizá se habría manchado en el camino, cuando me orillé. Pero no era lodo, pasé los dedos y se me quedaron manchados, como cuando se pasa la mano por una página escrita a lápiz. Jugueteé con esa sustancia entre mis dedos por unos segundos, parecía más denso que el grafito. Me lavé las manos y contemplé como esa sustancia se disolvía en el agua y lentamente se desvanecía en el lavabo. Sacudí la cabeza, confundido, incapaz de comprender por qué me hipnotizó esa sustancia.
Deshice mi maleta y desayuné antes de salir. Me hacía falta volver a mi barrio. A la vuelta miré la calle con nostalgia y enumeré uno a uno los cambios que había sufrido durante más de quince años. Uno de esos cambios era una cocterlería que abrieron por allá del año noventa y siete. Antes de eso, había un terreno baldío con una ceiba bastante grande. Ahí jugábamos a las escondidas. Mi memoria voló y me sustrajo de este mundo. Recordé una ocasión en la que me tocó buscarlos a todos y salí corriendo espantado porque en en medio de la búsqueda vi un par de ojos y una sonrisa, sin poder distinguir el contorno de un cuerpo en la oscuridad. Un nuevo vecino se había unido al juego, tenía la piel muy oscura y jugaba vistiendo solo un short azul marino.¡Imposible de encontrar!
Por culpa mía, a ese muchacho le apodaron El Zipe, pues yo creí haberme encontrado con esa mítica criatura, producto del folklore local. Nunca supe el nombre de ese muchacho, pero siempre que no se riera, era casi imposible hallarlo. Ahora, ninguno de los muchachos de aquel entonces se encontraba en ese lugar. Todos se habían ido, solo los padres de un par de ellos se quedó a vivir allí. Me fui caminando cabizbajo, arrastrando un poco los pies, pero luego volvió a mi el ánimo.
Luego de tomar un largo paseo a pie por la ciudad, regresé por la cuarta sur, eran cerca de las seis de la tarde y los zanates se dirigían frenéticos hacia los árboles, como si fueran una plaga de langostas. El ruido que hacían me recordó al zanate que había dejado en casa. Así que apresuré mi paso para revisar como seguía, pero hice una parada para comprar un pollo frito.
Al llegar a casa, fui de inmediato a la caja donde había dejado al zanate. Este graznaba mientras picoteaba su pata entablillada. Noté que se había comido todo el grano que le dejé y también el agua. Le llevé más agua y le dejé una pierna de pollo desmenuzada.
Sé que ustedes son medio carroñeros. Come. –el zanate hizo caso omiso del agua y la comida y siguió quejándose del entablillado–. Si te pongo un AINE te clavas, puto.
El ave cesó sus quejas y me miró fijamente por unos segundos.
Come –le dije mientras me alejaba, sintiéndome perturbado por la mirada del ave, no pude evitar pensar que ese animal me entendió.
Más tarde tapé la caja con un lienzo, para que el ave pudiera dormir y lo llevé a otra habitación, así podría ver la televisión sin importunar al zanate. Me quedé dormido en el sofá, me levanté varias veces en la noche acosado por sueños perturbadores. Por la mañana, no podía levantarme y me veía subiendo una escaleras en espiral, no sabía si era una torre o un faro. Al final, podía ver una ventana, y mis manos se hacían negras y porosas, como el carbón, luego la ventana se convirtió en espejo y en él vi mi rostro pálido, mis ojos parecían un par de carbones encendidos. Me quedé paralizado y mientras mi rostro se ennegrecía hasta volverse completamente de carbón, a la vez que el edificio se llenaba de lianas y colapsaba. Abrí mis ojos lentamente, como si mis párpados pesaran mucho, sintiendo un fuerte escozor. Me incorporé y en el piso estaba el zanate mirándome.
¿Qué putas haces aquí? dije aún somnoliento.
Tomé al ave y la llevé a la habitación donde había pasado la noche anterior. La caja apestaba a heces y la tiré a la basura. Conseguí otra caja y coloqué al ave en ella, de nuevo la alimenté y le di de beber. No me atreví a retirar el entablillado, me quedé pensando en qué podía hacer para mitigar el dolor, pero al parecer, el zanate ya no estaba adolorido.
Durante el día me quedé en casa, rumiando lo que había soñado. A lo largo del día vi al zanate en más ocasiones. Parecía más tranquilo, devoraba todo lo que le daba. Por la tarde, mientras bebía una cerveza y disfrutaba de una película en la televisión, de pronto me sobresaltó el graznido del zanate:
¡Zipiú! –graznó. Yo salté en mi asiento y miré a mi derecha, de nuevo, el zanate se había salido de la caja–. ¡Zipiú!
¡Hijo de la chingada! –gruñí–. Casi tiro mis palomitas por tu culpa.
El zanate aleteó y se posó dificultosamente en el brazo del sillon que estaba ocupando y se acercó un poco temeroso a las palomitas de maíz que estaba comiendo, las miró detenidamente y comenzó a comérselas de a una por una, con ferocidad.
¿No quieres una chela también, cabrón? ¡Pinche pájaro!
¡Ark! –graznó el zanate por toda respuesta.
Me levanté de mi asiento para preparar más palomitas, de regreso, el zanate ya había diezmado mi platón. Serví las que acababa de sacar del horno de microondas y dije:
–Ahí te quemas.
¡Ark! –respondió el zanate, alejándose del aire caliente que emergía del plato. ¡Zipiú! –graznó tras engullir otra palomita.
¿Desde cuando hacen ustedes ese ruido? –le dije mirándolo fijamente. El zanate me miró de igual manera.
–¡Zipiú!¡Zipiú! –graznó desesparado el zanate y aleteó hasta su caja.
Me encogí de hombros y me tomé un par de cervezas más, de cuando en cuando miraba si el zanate se salía de nuevo de su caja, pero no lo hizo. Por la mañana, muy temprano desperté, pero no abrí los ojos y me di la vuelta en la cama un par de veces. De pronto escuché una vocecilla que me decía:
Regálame carbón.
¿Carbón? –respondí con voz ronca–. No tengo.
Regálame carbón ––repitió la vocecilla.
¿De dónde quieres que la saque, hermano? No tengo carbón, papá.
No tengo carbón, chavo. Entien... –abrí los ojos y miré a mi alrededor confundido. ¿De dónde provenía aquella voz?
Me levanté y me dirigí a la cocina para desayunar, cosa rara, amanecí con hambre. Me preparé un par de huevos con tocino y después de devorarlos, tomé los cascarones para dárselos al zanate. Cuál sería mi sorpresa al ver que la caja estaba vacía. Recorrí la casa y no pude encontrarlo por ninguna parte. Observando mejor, noté que había dejado una ventana abierta la noche anterior y un par de plumas negras estaban tiradas en el piso cerca de la ventana.
Cierta tristeza me invadió sin que pudiera impedirlo. Sonreí al recoger las plumas del piso.
Pinche zanate –dije con cierto dejo de tristeza.
Por la tarde llevé mi auto a lavar, una vez que quedó reluciente di un par de vueltas por la ciudad, fui por comida china y por más cerveza, de nuevo me quedé dormido en el sofá. Desperté a las tres de la mañana y no conseguí volver a dormir. Decidí dar una vuelta en auto y buscar una botana, cuando me dirigí a mi auto noté que en el cofre había una mancha negra exactamente igual a la que tenía cuando volví a casa, pasé de nuevo la mano por encima de la mancha y la consistencia era la misma de la vez anterior. Miré hacia arriba, escudriñé techo en arco que cubre la cochera de mi casa, tratando de ver si había algo que pudiera ser la fuente de la mancha, pero aparte de unas cuantas telarañas, no había nada. Me limpié la mano en mi short y me fui a la calle en el auto.
Pasé por el centro de la ciudad, para ver si había algo abierto, pero a final de cuentas no me animé a comer en ningún establecimiento. De regreso pasé por una de las decenas de tiendas de conveniencia que se han apoderado de Tapachula. Convencido de que no podría conciliar el sueño de nuevo, comencé a ver una película mientras comía la botana que acababa de comprar, sin embargo, en poco tiempo, tuve que luchar con mis cabeceos: no quería dormir sin terminar de ver la película que estaba viendo. Pronto los cabeceos comenzaron a ganar la batalla. Sin embargo, no dormiría.
Regálame... –escuché a lo lejos, el primer cabeceo cesó, miré a mi derecha y volví a cabecear–. Regálame...
––¿Qué pedo? –dije con una voz modorra.
Regálame carbón –escuché en el siguiente cabeceo–. ¡Eh! ¡Regálame carbón! –escuché directo en mi oído derecho mientras sentía algo muy caliente en el antebrazo del mismo lado.
Desperté con un sobresalto y me puse en guardia mientras miraba alternadamente de un lado a otro. Me froté los ojos y al bajar los brazos, noté que mi antebrazo derecho estaba manchado de ceniza. El piso estaba manchado entre el sillón y el sofá, también un brazo del sofá estaba manchado. Mientras limpiaba las manchas, que al parecer eran ceniza, escuché un susurro a mis espaldas.
Regálame carbón.
Un chingadazo te voy a regalar, cabrón –mascullé.
Mientras preparaba mi comida, la llave del fregadero se abrió súbitamente, me dirigí a cerrarla y una puerta de la alacena se abrió lentamente, haciendo el clásico rechinido de una puerta vieja. No la cerré y me dediqué a cortar legúmbres. A los pocos minutos, la puerta que da al patio trasero se azotó fuertemente, lo que era raro, pues el viento era calmo y no se asomaba en el cielo señal alguna de tormenta. Dejé la puerta cerrada y continué con lo mío. Ya me había servido mi sopa de verduras cuando otra puerta de la alacena se golpeó. El ruido me causó un sobresalto y miré hacia el viejo mueble, la puerta volvió a abrirse y cerrarse de golpe, inmediatamente le siguieron las cinco puertas restantes, así como las gavetas.
Me irrité ante tanto escándalo de puertas cerrándose y abriéndose y en mi rostro se dibujó un gesto de enfado contenido. Decidí ignorar el extraño evento y continué comiendo. A punto de terminar mi primer plato, escuché que se abría de nuevo la llave del fregadero y un minuto después los quemadores de la estufa se encendían y se apagaban. Me levanté de mi asiento y fui a cerrar el paso del gas. De regreso, cerré la llave del fregadero y cerré las puertas y las gavetas de la alacena con fuerza.
Si sigues chingando, no te voy a dar carbón –dije con severidad y terminé de comer.
Más tarde, tras una larga caminata por la ciudad que me vio crecer, volví a casa por la cuarta sur y me detuve por la estatua del cafetalero a observar el ritual vespertino que los zanates efectúan día tras día, llenando el ambiente de sus diversos graznidos, entrando y saliendo desenfrenadamente de los árboles, rodeándolos como nubes negras. Un Sol que se aferraba al firmamento cayó, no sin dejar un mínimo de iluminación durante su larga agonía.
Continué caminando y me metí en el callejón a un costado de Pemex, sonreí pícaramente al recordar que algunos de mis amigos no se atrevían a entrar por ahí cuando anochecía, temerosos de ser asaltados. Yo entraba con toda confianza porque sabía que no pasaba nada.
Doblé en la primera esquina para pasar por la arboleda que rodea la unidad administrativa. Al llegar ahí, por alguna razón, comencé a caminar más lento. Escuché una risilla, como la de una niña. Algo revolvió la hojarasca y giré la vista hacia el lugar de donde provenía el ruido. Apenas alcancé a distinguir una sombra que se movió rápidamente entre los árboles, la risa seguía. En los extremos de mi visión periférica, se asomaba una figura negra que se devanecía ipso facto. De nuevo la risilla resonó en mi cerebro y no pude evitar sentir un estremecimiento moderado.
Me detuve bajo una farola frente al edificio del Poder Judicial, intenté capturar con la vista a la figura negra que se movía entre los árboles, sin éxito. Sin embargo, seguía escuchando la risa y el ruido de la hojarasca, sonidos a los que se les sumó el pitido de algún ave nocturna y también el “zipiú” que había escuchado días antes. Me decidí a cruzar por las canchas de fútbol sin poderme sacudir del todo la inquietud que comencé a sentir en la arboleda. Miraba hacia un lado y a otro o hacia atrás. De pronto, por mirar a otro lado, choqué con algo que no identifiqué en un principio, pero un chillido me obligó a prestar atención de inmediato. Había pisado la cola de un perro negro, que tras chillar, erizó su cruz y comenzó a gruñir y a ladrar.
No podía pasar, porque a cada paso que daba, el perro intentaba darme una mordida. Me lo quité de encima con un viejo truco: fingir que tomaría una piedra del suelo. Tuve que repetir la maniobra un par de veces hasta que el perro desistió de cobrarse la ofensa que le hice al pisarle la cola. Volví a escuchar la risa y miré de nuevo a la figura negra corriendo de un árbol a otro. Era apenas perceptible, pero pude distinguir un poco mejor la figura. Me dio la impresión de que tenía los pies al revés. Sacudí la cabeza y me froté los ojos, mientras apretaba el paso para llegar a casa.
Me fui directo a tomar un baño. Llamé a mis padres, la conversación fue acerca de cómo se la estaban pasando en su tierra y envíe saludos a la familia de allá. No les conté los que había estado experimentando, pero me hizo bien escuchar sus voces, me ayudaron a calmarme, sobre todo por la bravata del perro.
Mi atención se enfocó entonces en un par de películas de Mario Moreno “Cantinflas” que mi padre había comprado meses atrás. A media película hubo un apagón, las luces se encendieron tras un minuto y comenzaron a prenderse y apagarse incesantemente. Me rasqué la cabeza e hice un gesto de hastío. No me impresionaba que estuvieran ocurriendo esas manifestaciones con la electricidad. Me fui al cuarto de mis padres y tomé una lámpara de gas, la encendí y la coloqué en un gancho que mi padre hizo instalar para ese fin. Tomé un buen libro y comencé a leer sin ponerle atención a las luces encendiéndose y apagándose, hasta que el fenómeno cesó.
Al día siguiente salí de la ciudad en el auto. Invité a unos amigos a comer a Faja de Oro y por la noche llegamos a casa, platicamos hasta entrada la noche y se fueron cerca de las dos de la mañana. Aunque les ofrecí llevarlos a casa, prefirieron irse en un taxi. No tardé en quedarme dormido en el sofá. A la mañana siguiente me desperté dificultosamente, quizá como consecuencia de haber dormido poco, pero lo cierto es que toda la noche tuve sueños perturbadores, en los que me veía con la piel pálida, muy pálida, con dos tizones ardientes en vez de ojos y un montón de lianas espinosas me atrapaban y se iban ennegreciendo conforme se enredaban en mi cuerpo.
Para mi sorpresa, desperté temblando, con mucha sed. Me senté en el sofá y observé como me temblaban las manos, las uní, intentado que dejaran de temblar y sentí que estaban muy frías. Me llevé las manos a la cara y la froté un par de veces. Al retirar mis manos de mis ojos miré hacia la pared frente a mi, la blanca pared tenía un letrero que decía: “Regálame carbón”. Me horroricé al pensar en la cara que pondrían mis padres al ver ese letrero cuando llegaran.
Y ahora, ¿cómo chingados lo limpio? –gruñí frustrado.
Me dediqué toda la mañana a limpiar esa mancha y salí de inmediato a comprar carbón. Mis padres llegarían por la noche y era mi deber ir por ellos al aeropuerto. Compré tres bolsas de carbón y las dejé abiertas en la sala. Me fui por la tarde a comer con un amigo y volví a casa cerca de las nueve de la noche a bañarme. Noté que las bolsas de carbón que había dejado desaparecieron por completo, no quedó ni rastro de ellas.
Salí de casa a las nueve y media, el vuelo de mis padres llegaría a las once y media de la noche, me dirigí al aeropuerto aunque gozaba de un buen margen de tiempo para recoger a mis padres, porque no quería estar en casa. En la carretera, parecía que yo era el único que iba por el camino. Pasando por Ciudad Salud, mi auto golpeó algo, pensé que sería un bache. Me sentí inquieto, tenía la impresión de que no estaba solo en el auto, así que encendí la luz interior del coche. Miré fugazmente en el espejo retrovisor y me horroricé al ver a un niño carbonizado sonriendo de forma siniestra. Mi temor creció, al ver que estaba perdiendo el control del auto por intentar apagar la luz interior del coche, poco faltó para que me estrellara con un árbol. Logré parar y orillarme mientras maldecía por lo bajo. Apreté los dientes y me obligué a mirar al asiento de atrás, no había nada. Volví la vista al frente y miré una sombra que se metía entre los árboles. Sentí como se me erizó el pelo y el vello corporal.
Gruñi y arranqué, continué mi camino muy tenso, casi pegado al volante. Miré mi reloj, eran las diez menos cinco. Al volver la vista al camino, noté que las luces del camino se habían apagado. Estaba tan oscuro como la boca de un lobo y apenas podía ver el camino, pese a mis faros. Disminuí la velocidad y continué mi camino sin mayores problemas. De pronto las luces se encendieron de nuevo, creí que estaba en el aeropuerto, pues tomando en cuenta lo que llevaba recorrido, ya debía haber llegado. Mi sorpresa fue mayúscula al ver que estaba frente a Ciudad Salud.
Tras escupir una variedad improperios escuché una risilla, como la que había escuchado dos días antes. Fruncí el ceño y me lancé de nuevo al camino, rumbo al aeropuerto. De nuevo, las luces del camino se apagaron. Dismunuí la velocidad, pero no tanto como la vez anterior. En pocos minutos estaba otra vez en el mismo punto, frente a Ciudad Salud.
La risilla volvió, esta vez escuché que provenía del asiento trasero. Mordiéndome un labio, encendí la luz interior del coche y miré por el retrovisor, no había nada. Le di un golpe al volante y continué mi camino. Iracundo, presioné el acelerador a fondo, sin importarme si me volcaba o si atropellaba a un perro. Sentía como una vena de mi frente se hinchaba y mis ojos parecían desorbitarse. La calma llegó a mi cuando divisé el aeropuerto. Llegué justo a tiempo para recoger a mis padres, el avión acababa de aterrizar.
Fui por mis padres y sentí un gran alivio al abrazarlos. Cargué con sus maletas y las llevé al auto, mis padres entraron en él y yo escuché la misma risilla. Miré a mi alrededor detenidamente, por detrás de un enrejado, me pareció ver la figura de un niño, dí un par de pasos hacia esa dirección tratando de enfocar mejor la imagen, pero un zanate pasó frente a mis ojos graznando una y otra vez. Casi se estrelló en mi cara. Mi madre salió del auto y me preguntó si estaba bien. Yo le dije que sí, pero era mentira. No quería ir al volante de regreso a casa y pensé en pedirle a mi padre que condujera, lo pensé un par de veces, pero al verlo cansando decidí conducir.
Cada kilómetro que avanzaba mi ansiedad crecía, sin embargo, ninguna de las anomalías que sufrí en el camino de ida me ocurrió de regreso. Llegamos a casa sin problema alguno. Llevé las maletas de mis padres a su habitación y les dí las buenas noches. Como aun estaba muy ansioso, encendí la televisión y la miré sin ponerle mucha atención mientras bebía un té de doce flores. El sueño no llegaba a mi y bebí una segunda taza de té. Seguí viendo la televisión hasta que el sueño me venció y me dormí de nuevo en el sofá.
Mi padre me despertó por la mañana, mi madre y él me observaban con aprensión. Me miraban perplejos de arriba a abajo, boquiabiertos.
Hijo, estás más negro que la chingada –dijo mi padre con una extraña mezcla de burla y espanto en su voz.
Miré mis manos y brazos, estaban negros, tan negros como el carbón. Fui corriendo a bañarme, quitándome la ropa por el camino. Al llegar al baño me miré en el espejo y pude ver que todo mi cuerpo estaba negro, excepto por una porción de mi abdomen. Eran partes que no estaban manchadas y que tenían forma, eran letras que decían: “Gracias por el carbón”.

1 comentario:

E. Rossi dijo...

Aaaaaaay güeeeeeeeeeey! Este si me sacó un susto, estoy en la universidad y salgo de noche, jajaja... Voy a morir, nah, no es para tanto.

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