Lluvia
Esa tarde fue negra. No solo el cielo, sino el mismo aire
estaban ennegrecidos por la densa lluvia. No se podía ver más allá de las
narices. Tirado en el pasto, Bernardo recibía gruesas gotas de agua sobre su
cuerpo atenazado por el dolor, inmovilizado por la intensa contractura en su
espalda.
Bernardo tenía un defecto muy grave: tenía muy mal
temperamento y respondía con violencia, no le importaba que su agresor fuera
más grande, más pesado, mayor de edad, tenía que hacerlos pagar por las ofensas.
A sus diez años había peleado con varios de sus vecinos o con muchachos de
otras colonias que llegaban a jugar a la cancha de futbol cercana a su casa,
nunca había perdido, hasta ese momento. Ese día se fue sobre un muchacho de
catorce años, este lo empujó y otro muchacho se puso en cuatro patas detrás de
él. La caída lo había lastimado tanto que no pudo levantarse. Más que la caída,
lo que más lo lesionó fueron las burlas y la traición.
Tumbado sobre el pasto, Bernardo gruñó y se obligó a
levantarse. Se estiró, gritó de dolor. Se puso de rodillas y lloró de rabia.
Golpeó una y otra vez el pasto, lo arrancaba, y juró que jamás le volvería a ocurrir una
humillación como esa. Tenía que calmarse, pensaba. Necesitaba modular su
temperamento. Si no quería que le volviera a pasar algo así, tenía que
controlar la ira y eliminar la violencia. Intentaría no pelear más, pero esa
humillación no la perdonaría y no la iba a dejar pasar.
Dos semanas después del penoso episodio, Bernardo buscó al
muchacho que lo había empujado y lo golpeó tres veces en la cara, luego lo
derribó y lo golpeó con la cabeza un par de veces más, el muchacho se lo quitó
de encima y se echó a correr. Bernardo lo persiguió, pero no pudo alcanzarlo.
Las risas de los demás muchachos le concedieron la victoria. Al día siguiente
buscó al otro muchacho, al que se colocó detrás de él. Ese era a quien Bernardo
culpaba de su lesión y le tenía mucho mayor resentimiento por su cobardía. A él
no lo dejó escapar: lo primero que hizo fue azotar su cabeza contra un árbol,
en seguida le propinó un puñetazo en la nuca, continuó con más puñetazos en la
sien y culminó su venganza contra el muchacho de doce años con un fuerte
rodillazo en la espalda, en la zona lumbar, la que él le había lastimado.
Bernardo volvió a casa con las manos temblorosas. Un trueno
anunció el aguacero que cayó justo después de que Bernardo entrara al baño. No
entró porque tuviera necesidad, simplemente necesitaba estar solo. Había ganado
dos peleas en dos días consecutivos, pero no se sentía bien. Por el contrario
estaba más enojado, pero nadie era el culpable, no había a quién castigar por
su tristeza o su enojo, más que a él mismo.
Durante poco más de un año, Bernardo no salió de casa por
las tardes. Era un extraño en cualquier lugar, en su barrio, en su escuela. El
riesgo de encontrarse con alguien que se burlara del él por su forma de hablar,
por como caminaba, por el tono de su piel, por su temperamento, ese riesgo
siempre estaba latente, las palabras “loco”, “maniático”, “fenómeno” podrían
salir casi de cualquier boca, en cualquier momento. No siempre podía
contenerse. El único lugar donde no ocurría eso era en casa, cuando estaba
solo. No había otra manera de evitar que estallara, más que en aislamiento.
Ya estaba cansado de la violencia. Quería salir de ese mundo
en el que habitaban las burlas, los gritos, los insultos y las peleas, ese
mundo enmarcado por la lluvia. Porque la lluvia siempre estaba presente,
siempre lo cubría antes o después de una pelea o de una bravata. Las gotas
siempre estaban sobre su cuerpo, al igual que las miradas desdeñosas de los
demás.
Todos los días, al salir de la escuela, Bernardo tomaba un
microbús, uno en particular. Les gustaba viajar en esa unidad porque el
conductor le parecía simpático, y porque había un pequeño banco de madera al
frente, ese era su lugar favorito, porque podía pegar su frente al parabrisas.
A nadie más le gustaba sentarse allí, pues el abrasador sol de la tarde lo
hacía muy incómodo, pero no para Bernardo, a él le gustaba sentir la frente
perlada de sudor, que le resbalara por la cara y el cuello y le empapara la
camisa. Así pues, al bajar de ese microbús se dirigía a casa caminando por el
lado soleado de la calle, acompañado de las miradas de los transeúntes, de los
vecinos. Bernardo era un loco a la vista de todos, pues era el único que no
caminaba bajo la sombra, que no se cubría de la lluvia, era un estrafalario
porque jugaba con sus pasos, porque pisaba todos los registros y tocaba todos
los señalamiento viales a su paso.
La lluvia enmarcaba ese desprecio, esos insultos. Pero
también los alejaba. Todos se alejaban del agua que caía del cielo, todos
corrían a refugiarse bajo las marquesinas, se quedaban horas parados, pero no
Bernardo, a él no lo detenían los charcos, a él no le importaba quedar
empapado. Podían mirarlo raro, pero en la lluvia el muchacho era intocable.
La lluvia era un agüero ambiguo para Bernardo. Podía ser
aviso de un momento alegre, podía ser una oportunidad para jugar, para
disfrutar, para refrescarse. Era un placer mojarse en la lluvia, un placer solo
para él. Pero también podía ser un aviso de violencia, podía ser tan intensa
como para nublarle la vista. La lluvia le mojaba los pómulos amoratados, los
labios partidos, los antebrazos mallugados y eso podía ser balsámico, pero
también un recordatorio del dolor, de la violencia.
En soledad, en aislamiento, Bernardo se sentía protegido del
dolor y de la violencia, pero la lluvia lo seguía acompañando, pero era una
lluvia diferente a la que mojaba su cuerpo, era una lluvia más pesada, que lo
inundaba todo, una lluvia que mojaba su espíritu, su pequeño mundo interior
siempre era tormentoso. Bernardo pensaba, que aunque no era posible detener a
la lluvia, pero si pudiera ser capaz de frenar la violencia en su ambiente,
podría evitar que continuaran las tormentas en su mundo interior, volvería a
salir el sol.
El aislamiento no surtió efecto. Al menos no el deseado,
Bernardo seguía enfureciéndose por una cosa o por otra. Si no hacía bien los
problemas de matemáticas, si no ganaba en un videojuego, la ira volvía y la
lluvia arreciaba en su interior.
El ánimo de Bernardo era sombrío en esa época de
aislamiento, él se sabía diferente a los demás, no solo por sus orígenes, sino
por sus intereses, por lo que él quería ser, por lo que él creía que era.
Porque tenía un héroe dormido en su interior. Uno que era como él, que sabía
cosas que no enseñaban en la escuela, uno que sabía que había más deportes que
el futbol o el basket ball, uno que no usaba la fuerza para destruir o para
castigar, sino para construir, para ayudar a los demás. Bernardo quería
despertarlo, dejarlo salir, ser como él.
Le gustaba ser como era, tener una visión distinta a los
otros. Le gustaba mirar a su alrededor y quedarse viendo a las polillas, a las
mariposas, le maravillaba que, entre el concreto se abrieran paso las ramas de
una planta. Bernardo miraba las estrellas por las noches, reconocía las
constelaciones y notaba como la luna cambiaba de posición conforme pasaban los
días, esas eran cosas que quizá los demás notaban, pero que no apreciaban. Él apreciaba la luz del sol, a la que todos
rehuían al medio día. Le gustaba la lluvia, de la que todos escapan. ¿Eso lo
convertía en un loco?
Bernardo detestaba ser visto como un loco. Le gustaba ser
como era, pero a la vez se preguntaba por qué no podía ser como los demás, por
qué no podía tomar las cosas un poco más a la ligera. Parte de Bernardo deseaba
que le importara menos Perseo o Aquiles y que le interesara más Oliver Aton,
que le importara menos el telescopio Hubble o Vivaldi y le importara más el
partido de futbol del domingo o las canciones de moda. A la vez, se preguntaba
qué tenía de malo quedarse pensando por qué había problemas económicos en su
país, en lugar de comentar el capítulo anterior de los Power Rangers. ¿Por qué era de locos entusiasmarse por la estación
espacial MIR y no por el campeonato mundial de fútbol?
Esas dudas lo enfermaban, no se sentía capaz de
responderlas, no se sentía capaz de cambiar. “Cambia tu carácter” le decía
alguno que otro compañero de la escuela, a veces lo acataba, se proponía
intentarlo, en otras ocasiones, reprimía su deseo de responder con un insulto.
Se lo decían como si se tratara de cambiarse de calcetines, le ofendía que los
demás trivializaran su problemática.
Aún así, la pregunta persistía ¿por qué no podía ser
“normal”? No se iba, no se iba nunca, al igual que la lluvia dentro de sí.
Asimismo, la lluvia a su alrededor siempre volvía, se podría ausentar por semanas,
pero todos los años llovía, todo el tiempo. A pesar de todo, pese a la
violencia, pese al aislamiento, Bernardo sabía que ese héroe durmiente dentro
de sí emergería tarde o temprano y caminaría bajo la lluvia, haciéndola cesar
para siempre.
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